lunes, 21 de abril de 2014

-Capítulo quinto-

-Pasadizo-


Alana aterrizo en el jardín trasero, después de un vuelo que no quise que acabara nunca, aunque, la verdad, necesitaba recoger un par de cosas en casa. El caserío de dos plantas y estilo antiguo, tenia aún ese toque señorial que le conferían la piedra cuarcita y el torreón de la parte este. A pesar de que por fuera la casa parecía una vivienda de tamaño medio con sus más de 700 años, todos los que conocían el lugar sabían que era obra de uno de los arquitectos mágicos más famosos de todos los tiempos: Drake Sweeney el Ingenioso. Las construcciones de Drake estaban plagadas de encantamientos útiles, desde habitaciones rotatorias (aquellas que se pueden, abrir desde cualquier puerta con una frase predeterminada o un gesto especifico), hasta habitaciones fórmicas polivalentes ( aquellas que cambian de forma y contenido según la necesidad de las personas que entren en ellas o las invoquen).

La inmensa puerta acristalada que daba a la cocina estaba guardada por dos estatuas de Limníades de casi dos metros de alto con las esferas luminosas de sus manos apagadas, como correspondía a esa hora del día. La cocina se veía pequeña comparada con la última noche que estuve por allí, en el banquete que dio mi padre antes de la ceremonia, sólo había dos trasgos trajinando en los fogones subidos en unos taburetes para llegar a los fuegos cuando entré, Gremiir y Tregiir, un extraño caso de trasgos gemelos.Intente entrar a hurtadillas antes de que se diesen cuenta.

-¿ A Dónde crees que vas niña?- Me espetó uno de ellos mientras giraba su cara de ojos juntos 180 grados sin dejar de batir un bol de espesa crema de chocolate.- Siempre con tus trastadas, siempre desapareciendo, siempre preocupándonos.

-Lo siento Tre, no era mi intención.- Dije parándome  en seco y poniendo la mejor cara de niña buena que me fue posible.

-No soy Tre, soy Gre niña traviesa-  Respondió  poniendo una sonrisa desfigurada de victoria porque los había confundido.

- Anda a cambiarte y luego baja a por unos pasteles.- Me Dijo con voz más dulce el auténtico Tregiir sin levantar la vista de sus quehaceres culinarios mientras propinaba a su hermano un codazo en las costillas.

Con un asentimiento breve, salí de la cocina y entre en el pasillo, subí las escaleras de dos en dos mientras los retratos de mis antepasados miraban, murmuraban y reían, y entre en mi habitación. Saqué del armario una túnica fórmica limpia y una bandolera interminable que había al fondo del armario. Me cambie y convertí la túnica en un cómodo conjunto de montar con botas y chaleco negro; metí en la bolsa un par de libros que tenia que llevar a la biblioteca, unas tabletas de chocolate del cajón de la mesa, la cual estaba abarrotada de plantas en diferentes frascos y bolsas, tubos de ensayo, pociones a medio hacer y notas de remedios druidas para preparar. Cogí también un par de remedios preparados, y una antorcha de saliva de salamandra. Tenía que averiguar más sobre todo lo que había pasado hasta el momento y sólo había un lugar en el que encontraría las respuestas: la sala oculta de la biblioteca pública de Samuiin.

 Descubrí esa sala por casualidad, en mi tercer verano de aprendizaje. Mi primo y maestro por aquel entonces, Harvey, había decidido que era muy pequeña para acompañarlo a una salida de caza en la reserva de criaturas mágicas de los Andes. La noticia nos pilló en la biblioteca y al negarse a llevarme con él yo salí corriendo con una pataleta terrible, el rostro empapado por las lágrimas y la vista borrosa, deambulando sin rumbo por la biblioteca.

Dando tumbos, acabe tras la estatua de un antiguo guerrero, el Maestre Ser Sidney Longsword. Cuando conseguí calmar mi temperamento, me enjuague las lagrimas de la cara y vi una placa dorada, sucia, y vieja a la espalda del pedestal de la estatua que rezaba: "Por más que me cubren siempre me descubren". Me quede dubitativa un momento, distraída por el acertijo, detrás de la estatua hasta que me vino a la cabeza la respuesta.

-¡La mentira!- Dije al distraerme de mis propios problemas, pero el peso de la decepción volvió a caer sobre mi en ese instante con una furia ciega.- Una estúpida adivinanza, para la estatua de un estúpido.-Dije poniéndome en pie y dándome la vuelta para deslizarme a un lado de la estatua.

De pronto se oyó un crujido en la roca, me volteé hacia la placa que brillaba como recién pulida,  y la pared trasera del pedestal desapareció dejando al descubierto un angosto y oscuro pasadizo. Me fui corriendo a buscar al viejo Don. Cuando volvimos el pasadizo había desaparecido y la placa vieja y polvorienta estaba allí otra vez. Le conté al viejo Donovan todo lo que había dicho y visto, volvía repetir cada palabra una y otra y otra y otra vez incluso después de que Donovan se fuera. Pero no sucedió nada. Pasaba cada tarde libre detrás de esa estatua mirando la maldita placa hasta que comprendí como abrirlo: Mintiendo. Decidí mantenerlo en secreto, mi lugar secreto.

Así que salí de mi habitación ágil como una Sílfide y salte del rellano al pasillo que daba a la cocina. Al entrar la cocina estaba vacía y encima de la mesa central había una montaña de pastelitos: de chocolate y avellanas, de limón, de arándanos, de manzana, café, de uva y ciruela, de menta, de crema y melocotón y de todos los sabores que os podáis imaginar y alguno que no, como plumas de Roc  con granadas o leche de Drider a la miel de Gorgona . Puse unos diez o doce sobre un trapo de cocina, lo até y lo metí en la mochila junto con algunas manzanas. Me lleve una a la boca, lancé otra a Alana que la atrapó en el aire y monté en su grupa dirigiéndome a la biblioteca.

 Otro vuelo, demasiado corto para mi gusto, y llegamos al draconario de la biblioteca donde deje a Alana bien atendida por uno de los mozos-trasgo que se encargaba del lugar. Encaminé mis pasos hacia las puertas abiertas de par en par y subí los peldaños como una flecha. Saludé a Sátira, la amable bibliotecaria (lo se, menuda ironía de nombre para una bibliotecaria), le devolví los libros que tenia en mi poder y ella los recibió con una amplia sonrisa, aunque, muy a mi pesar, sin apartar la vista de las tan amables marcas que había dejado mi espíritu guía y que mi atuendo no ocultaba del todo.

 En fin, después de preguntar si habían llegado ya mis recién adquiridos pupilos y ante una casi inaudible negativa, me dirigí al ala oeste del tercer piso, no sin antes hacer una parada en la sección de criaturas mágicas antiguas por si encontraba algo de utilidad. Con un tomo de " Criaturas olvidadas en el tiempo" bajo el brazo y sin dejar de sentir las miradas de conocidos y amigos clavadas en mi piel, llegué a la desierta tercera planta y me coloqué tras mi querido Ser Sidney.

-Hoy no he comido nada.- Dije masticando otro pastel de leche de Drider, reafirmando mi mentira.

 Vi como la placa brillaba y ésta y la pared desaparecían. Encendí la antorcha rasgándola contra la pared y con paso decidido afronté el ya tan conocido y oscuro pasadizo. Todo estaba tan silencioso como siempre cuando se cerro el pasadizo a los tres pasos de entrar, escaleras hacia abajo, otro tramo recto y oscuro, escaleras hacia arriba, otro tramo más ancho, ya veía las puertas de la sala y...

-La señorita llevaba mucho tiempo sin visitar a la vieja Talulla.